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Incluso los mismos expresidentes latinoamericanos que comandaron esta guerra burocráticamente justificada hasta el cansancio, y que no hace sino agotar recursos y vidas, ya dijeron que hay que darle un marco jurídico distinto al consumidor de cannabis, al productor para su uso personal. Al expresidente brasileño Fernando Henrique Cardoso le dicen FHC y a César Gaviria le están buscando sobrenombre de seguro.
Hace años hablabamos en el webshow, cuando Todoloquehay tenía transmisión en vivo, y se aseguraba que el tratamiento para cada tóxico debía ser diferente así el fenómeno de la poliadicción exista de modo innegable.
Hay que dejar de hablar de despenalización de las drogas en general y plantearse la legalización por sustancias específicas; en lo personal no quiero que los chicos puedan comprar MMDA o cocaína en cualquier farmacia, ni quiero enriquecer más a las grandes farmacéuticas que tendría de modo fácil ese negocio en las manos.
Lo que hace cualquier legislación que incluya todas las sustancias enteogénicas o alucinógenas o simplemente tóxicas en un solo renglón es desconocer la diferenciación que la toxicología, para empezar, y los estudios enfocados en la cultura, para seguir, han encontrado. No es lo mismo el uso de la bareta que el de la cocaína. Ni siquiera que no es lo mismo hoja de coca que cocaína han podido comprender los legisladores colombianos. En la Argentina ya se ha propuesto un proyecto que a pesar de sus detalles en general busca que el cultivador de cannabis lo haga de modo regulado y legal mientras el destino de las flores sean sus pulmones o su estómago propios.
Apenas han logrado librar los indígenas colombianos del estigma los productos Coca Nasa que a base de hoja de coca elaboran y se consumen con bastante agrado, incluso entre las mismas élites de Medellín. Vayan y pregunten en qué bares y restaurantes hasta hace apenas un año largo se podía pedir un “té de coca”. Me arriesgo a decir que son los mismos lugares de los grupos sociales que a través del periódico local conservador – cómplice de los mas sospechados líderes del país – reportan con sospecha sobre la cada vez más grande marcha de mariguaneros que en mayo de cada año gritan por la legalización y el autocultivo. Gritos en plena Avenida Oriental que oye en su misma oficina la comandancia de una policía que muchos sospechamos, pero no nos corresponde comprobar, que se benefician de la ilegalidad del antiguo arbusto.
La hipocresía es un rasgo nacional diría yo. Ya tiene forma de teoría conspiratoria en donde generales, altos políticos y artistas se llenan de cuanta susntancia hay en el mercado ilegal y al día siguiente la incautan, la maldicen o hasta salen en alguna campaña por la abstinencia.
No estoy inventando nada nuevo si recuerdo los lazos históricos de narcotraficantes y autoridades, así lo que logre como reacción sea darle cuerda a quienes respaldan la vieja idea defensiva de unas cuantas manzanas podridas en medio de las inmaculadas instituciones.
Tampoco lo hago si subrayo que la mariguana, como muchas otras sustancias ilegales hoy, ya no están ancladas a esta o aquella clase social, alguien recordará la candorosa columna de opinión que un Faciolince le dedicó a la yerba con THC. De su retractación chapucera solo señalamos que no distinguía entre lo que le produjo su arrebato literario con Nefertiti y el tóxico aleatorio y residual llamado bazuco. Además, obviamente, de ignorar el problema de la producción de la sustancia.
He estado en un par de ciudades latinoamericanas y teniendo paciencia y sin buscarlo han aparecido arriesgados que en un clóset ventilado y con luz, en un patio abandonado, en alguna terraza con sus vecinos o simplemente en el balcón tiene unas plantas a las que cuida en espera de que sea hembras y le entreguen sus flores. O incluso quien tiene una mata de coca. Con menor frecuencia en Colombia, es verdad.
Pero siempre a la hora de compartir lo que cosecharon he sentido que las leyes que califican ese acto íntimo, tal vez destructivo, como delito, no buscan el bien público sino el beneficio de algunos, el sustento de un modo de ver el mundo que ha fallado y sigue fallando.
Como sucede con todo lo que consumimos hay que preguntarse si ese cigarrito de yerba que se compra implica algún delito más allá de querer distorsionar esta miserable realidad un par de horas cuando nos lo fumemos.
Tal vez sea mejor cultivar su propio veneno en vez de comprarlo ayudando a que se envenenen otros que no lo quieren.
